Perfect Blue, otra historia -no tan bonita- sobre idols

Por Mar Guevara.

Con el estreno de Kpop Demon Hunters, el K-pop —y en general toda la cultura asiática— ha ganado otra ventana más de exposición internacional. La imagen que estas producciones nos ofrecen suele ser la de un mundo vibrante, lleno de coreografías perfectas, canciones pegajosas, estilismos impecables y espectáculos con presupuestos millonarios. Es un escaparate diseñado para transmitir esperanza, motivación y belleza; sin embargo, detrás de esta fachada hay una realidad que pocas veces se muestra: una industria que exige disciplina extrema, control de imagen y, en muchos casos, un sacrificio de la propia identidad.

Esta reciente producción me hizo recordar otra obra que, aunque se estrenó hace casi tres décadas, sigue siendo profundamente vigente: Perfect Blue. A diferencia de las ficciones coloridas que idealizan el mundo de lxs idols, Perfect Blue se atreve a mostrarlo desde una perspectiva oscura, inquietante y psicológicamente devastadora.

Estrenada en 1997, Perfect Blue es una película animada de terror psicológico dirigida por Satoshi Kon y basada en la novela homónima de Yoshikazu Takeuchi. Producida por el prestigioso estudio Madhouse, la cinta se convirtió con el tiempo en una obra de culto no solo por su narrativa perturbadora, sino también por su estilo visual y su capacidad para incomodar al espectador. Kon, conocido por su obsesión con las fronteras difusas entre realidad y ficción, construye aquí un relato que, aunque enmarcado en el Japón de los noventa, resulta inquietantemente cercano a lo que vemos hoy en la industria del K-pop y el J-pop.

La protagonista, Mima Kirigoe, es una joven idol miembro del trío CHAM, quien anuncia de forma sorpresiva que dejará la música para dedicarse a la actuación. A primera vista, este cambio de carrera podría interpretarse como un paso natural para una artista que busca nuevos retos. Sin embargo, Kon se encarga de mostrarnos que, en el contexto de la industria del entretenimiento japonés, esa decisión implica romper con una imagen cuidadosamente construida, traicionar las expectativas del público y exponerse a un escrutinio mucho más cruel.

La película combina la narrativa de un thriller con una radiografía del fanatismo y la presión mediática. Utiliza recursos como la fragmentación del montaje, la repetición de escenas y los saltos abruptos entre realidades para sumergirnos en la mente de Mima, reflejando su progresiva pérdida de control. No hay cortes que permitan “respirar” emocionalmente; al contrario, la historia arrastra al espectador por un laberinto de paranoia, acoso y confusión, en el que incluso unx mismx comienza a cuestionar qué es real y qué no.

Uno de los ejes más potentes de la cinta es el tema de la identidad. En el mundo idol, la imagen pública no es solo parte del trabajo, sino un producto en sí mismo. Cuando Mima decide alejarse de esa versión “perfecta” y “pura” de sí misma para asumir roles más adultos y controvertidos, algunos fans reaccionan con furia. Este rechazo se materializa en un acosador obsesionado con la “verdadera Mima” —la que él cree conocer— y en la figura de Rumi, su mánager y ex-idol, que encarna de manera perturbadora las secuelas del fracaso en la industria.

Rumi es quizás el personaje más trágico de la historia. Ella representa a aquellxs artistas que lograron debutar, pero que nunca alcanzaron el éxito soñado. Su nostalgia y resentimiento la llevan a proyectar en Mima la imagen de la idol perfecta que ella ya no puede ser. Mientras Mima intenta redefinirse y liberarse de su personaje, Rumi se aferra patológicamente a él. Esta relación compleja y simbiótica es uno de los elementos que hacen que Perfect Blue trascienda el mero relato de suspenso para convertirse en una reflexión amarga sobre el precio de la fama.

La cinta aprovecha el lenguaje visual para reforzar su mensaje. Alterna escenas de gran luminosidad —asociadas al mundo idol— con tonos oscuros y encuadres claustrofóbicos cuando Mima empieza a perder el control. Los espejos, las pantallas y los reflejos se convierten en motivos recurrentes, subrayando la idea de que la imagen que vemos rara vez coincide con la verdad. Este uso del simbolismo visual conecta directamente con la cultura pop actual, en la que lxs artistas viven bajo la vigilancia constante de cámaras, redes sociales y medios de comunicación.

Y aquí es donde Perfect Blue dialoga directamente con el presente. En la actualidad, el K-pop y el J-pop han multiplicado la intensidad de la maquinaria idol: contratos restrictivos, entrenamientos extenuantes desde edades tempranas, control absoluto sobre la imagen, dietas estrictas y, en muchos casos, la imposibilidad de mantener relaciones personales libremente. Cuando unx artista decide romper con esta imagen, ya sea por cambiar de estilo, tomar un descanso o expresar opiniones políticas, la reacción del público puede ser feroz, alimentada por la inmediatez y el anonimato de internet.

Casos recientes han demostrado que la salud mental de los idols está constantemente en riesgo. Las presiones por mantener un estándar imposible y el miedo al rechazo generan ansiedad, depresión y, lamentablemente, en algunos casos, desenlaces fatales. Como espectadores, Perfect Blue nos obliga a cuestionarnos hasta qué punto somos cómplices de ese sistema al exigir perfección constante.

Consumir música, series o películas sobre idols no es un problema en sí mismo. Es natural admirar su talento y su dedicación. Pero debemos recordar que detrás de cada coreografía milimétrica y cada sonrisa impecable hay una persona que también necesita descanso, privacidad y libertad para decidir sobre su vida. Apoyar a nuestrxs artistas favoritxs no significa idealizarles como figuras intocables, sino reconocer su humanidad y exigir que la industria les ofrezca condiciones más justas.

En última instancia, Perfect Blue no solo es un thriller psicológico magistral, sino también una advertencia que sigue resonando en la cultura pop contemporánea. Nos recuerda que, detrás del brillo y el glamour, existe un costo emocional altísimo. Y quizás, como audiencia, nuestra verdadera muestra de amor hacia lxs artistas debería ser permitirles cambiar, crecer y vivir sin miedo, aunque eso implique dejar atrás la imagen que nos enamoró al principio.

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