Texto y diseño — Tris

Cuando tenía 10 años fui a la Feria del libro del Palacio de Minería con mi mamá. En ese entonces mi actividad favorita era leer los libros de El Barco de Vapor o Alfaguara infantil. Leía uno o dos libros de letras grandes y muchos dibujos cada día. Poco a poco me volví una lectora más ávida. En ese año, en vez de comprar libros más acordes a mi edad, un vendedor de la editorial SM convenció a mi mamá de que me comprara la trilogía Memorias de Idhún de Laura Gallego: tres libros de letra pequeña, unos cuantos mapas por ilustraciones y más de 1700 páginas en total. Al principio me costó trabajo agarrar el ritmo de lectura de una novela pero tras unas cuantas horas de batallar y adaptarme, me sumergí por completo en la luz de tres soles que pintaba Laura Gallego en cada página. Me absorbió al punto que tenía sueños donde me preguntaba qué pasaría en las siguientes páginas y le dedicaba todo el tiempo posible a leerlos. En una semana terminé los tres libros y fue, en ese momento, que decidí que quería ser escritora.
Siempre le voy a agradecer a Laura Gallego por abrirme la puerta al mundo de la narrativa; lo increíble que es crear mundos en tu cabeza y externarlos con el poder de la palabra. Recuerdo muy bien la primera vez que tomé una pluma Bic roja y mi carpeta con Chococat en la portada y comencé a escribir una versión infantil y casi idéntica a Memorias de Idhún donde los nombres de mis personajes eran anagramas de los personajes de Laura y en vez de tres soles y tres lunas eran cuatro. Pronto llegaron más libros y con ello nuevas historias en las cuales sumergirme e inspirarme. Poco a poco empecé a escribir cuentos y fragmentos de novelas en las hojas de mis cuadernos de la secundaria cuando me regañaban por leer en clase y empecé a entrar en concursos gubernamentales de cuento. Nunca gané ninguno, pero eso no me detuvo. Pronto descubrí los fanfics y empecé a publicar algunas de mis historias en Facebook y en fanfiction.net, pero mis mayores lectoras eran mis amigas quienes esperaban al recreo para leer en una letra poco clara y apresurada las historias que conjuraba mi mente donde nuestros idols eran los protagonistas de historias muy poco aptas para chicas de 13 años.
Fueron años y años de crear historias, personajes, de escribir casi a diario y de publicar escritos en páginas de Facebook para que unas cuantas personas lo leyeran. De encontrar mi voz y creerme el ser escritora…hasta que entré a la carrera. Si quería dedicarme a escribir, tenía que estudiar literatura. Fue donde conocí a muchas escritoras que se volvieron referencia para mi trabajo, la parte más técnica de la escritura y a muchas amistades que me salvaron la vida en más de una ocasión. Pero también fue donde empezaron las comparaciones, el no sentirme suficiente o sentirme tonta porque mis compañeres estaban leyendo a Oscar Wilde, a Shakespeare, a Roberto Bolaño o a Sylvia Plath mientras yo leía a Laura Gallego, a Suzanne Collins, Cassandra Clare y a Stephanie Mayer. Porque yo no había leído a los clásicos rusos por leer todos los libros del universo de Percy Jackson. Porque yo no sabía quién era Anne Carson y nunca había abierto un libro de Jane Austen.
Me sentía como una fraude, una impostora que nunca podría escribir el próximo The House on Mango Street porque ni siquiera sabía que existía Sandra Cisneros. Seguía escribiendo mis historias fantásticas sobre demonios que habían decidido renunciar a su inmortalidad y una sacerdotisa de la luz que había perdido la cordura…pero escribía en secreto, avergonzada de lo que en algún momento me había llenado de orgullo e ilusión. Terminé la carrera y comencé a ver a mis amigas ganando premios de poesía, trabajando en o formando sus propias editoriales, siendo publicadas en antologías y dando conferencias de lo que es ser escritora. Me sentía cada vez más lejos del sueño ya que no lograba que aceptaran mis escritos en ninguna revista, no encontraba nadie que quisiera leerme que no fueran personas anónimas que por casualidad encontraron alguno de mis fanfics en Archive of Our Own.
Dejé de escribir.
Dejé de leer.
Poco a poco el sueño que era mi impulso de vida se iba apagando porque no me sentía suficiente. Porque llevaba escribiendo más de la mitad de mi vida pero no me consideraba escritora. Porque me la pasaba comparando mi avance con el de las personas a mi alrededor. Incluso hubo un tiempo en que simplemente abandoné el sueño, incapaz de ver más allá del estándar que yo misma me impuse. Fue hasta que un día encontré la contraseña de mi primer correo que vi las transcripciones de mis primeros escritos; aquellos que escribí en cuadernos de la escuela cuando tenía 12 o 13 años. Que me reencontré con la niña que soñaba con ser escritora sin saber que ya lo era.
Poco a poco he comenzado a volver a escribir, a planear historias y a recordar a los personajes que dejé arrumbados en el fondo del librero en casa de mis papás. A recordar lo que se siente tejer nuevas historias usando mi creatividad y mi experiencia como hilos llenos de vida. A perdonarme por rendirme y a aceptar que no soy menos por preferir leer algún libro de literatura juvenil o un fanfic a los clásicos de la literatura iberoamericana. Que estoy en mis veintes y que eso significa que me quedan muchos años de vida para seguir escribiendo y que otras personas conozcan los mundos que he explorado sola. Que mis escritoras favoritas no empezaron a publicarse hasta bien entradas en los treintas y fueron rechazadas una infinidad de veces. Que está bien darse un respiro, pero sobre todo que desde el primer momento que tomé una pluma y empecé a contar una historia, he sido escritora.
El día de hoy comparto mi historia para recordarme a mí misma que nunca voy a ser suficiente porque no existe algo así como “ser suficiente”, que no debo comparar mi escritoridad con la de otras personas a mi alrededor y que nunca es tarde o temprano para comenzar a escribir. Pero también lo escribo porque sé que no soy la única escritora a quien el paso del tiempo la desilusionó, que se siente atrapada en sus propias expectativas o que se siente “poca escritora”. Este es un recordatorio que, así sean sólo unos cuantos poemas o líneas en la app de notas de nuestros celulares, unas cuantas cartas, un diario o una hoja en blanco en la que no nos atrevemos a plasmar nuestras ideas, somos tan escritoras como aquellas que nos inspiran, aquellas que tienen uno o quince libros publicados. Que no todos los caminos literarios son iguales. Que no debemos de compararnos con nadie y que todo lo que escribamos siempre será merecedor de ser leído. Que antes que escribir para los demás tenemos que aprender a escribir para nosotras. Pero más importante aún, que seremos escritoras siempre que no dejemos de escribir, e incluso aunque dejemos de hacerlo.