Por: Elian G. Mora

En un mundo tan caótico y tan en crisis como el nuestro, es muy fácil perder de vista el horizonte. Pareciera que se vuelve cada vez más complicado definir qué es lo que nos hace humanos y si es que la humanidad en realidad existe. Es por eso que encontrarse con una historia como la que nos cuenta Jacqueline Harpman en su novela Yo que nunca supe de los hombres, aún a 30 años de su fecha de publicación original en un país muy muy lejano, se siente como un respiro sorprendentemente esperanzador.
Yo que nunca supe de los hombres (Moi qui n’ai pas connu les hommes) es una novela de ciencia ficción publicada por primera vez en 1995 por la escritora y psicoanalista belga Jacqueline Harpman (1929-2012), cuya obra vivió durante muchos años por fuera de nuestras referencias y listas de lectura. A pesar de los más de 20 títulos publicados y los múltiples reconocimientos a sus historias, no fue sino hasta 2021 que se comenzó a popularizar su voz por hispanoamérica tras la primera traducción al español de Yo que nunca supe de los hombres, a cargo de Alicia Martorell Linares, para Alianza Editorial. En esta, inspirada por su propia experiencia con el antisemitismo y pérdida de familares en Auschwitz, Harpman nos presenta una historia que trata, entre otras cosas, sobre el dolor, la muerte, la identidad, el amor, la búsqueda de la libertad y el sentido de la vida.
La novela gira en torno a la repentina convivencia forzada de 40 mujeres —todas de diferentes edades, contextos y sin conexión previa entre sí— tras despertar un día encerradas en una jaula custodiada por guardias que parecen no notar su existencia. Despojadas del pudor, de su intimidad, del contacto con el exterior y sin ningún tipo de respuestas, estas mujeres permanecen por (lo que parecen) años intentando comprender su presente al mismo tiempo que luchan por no olvidar su pasado. Hasta que un día —por suerte, coincidencia o plan— el sonido de una alarma interrumpe lo que creían era su nueva vida para dejarlas solas y con la reja abierta. Confundidas pero con una sed muy profunda de libertad, estas 40 mujeres dejan su prisión para descubrir un mundo vacío e irreconocible. De esta forma, todas emprenden un cansado viaje para encontrarle explicación a su absurdo destino.
Toda esta travesía la emprendemos junto a estas mujeres a través de la voz de la más pequeña del grupo quien, por lo tanto, no recuerda nada de su vida antes del encierro. La falta de recuerdos de nuestra narradora es tal que no conoce ni su propio nombre. Sin embargo, esto, más allá de parecer un detalle tristísimo, se vuelve un recurso muy importante que no solo le permite aprender y aprenderse desde un lugar muy distinto al de sus compañeras, sino que también nos permite encarnar en ella como lectores. Porque solo entrando en su personaje e imaginando el mundo a través de sus ojos podemos despojarnos de todo lo que creíamos saber. Ahora somos una más en el grupo, no sabemos y no tenemos nada más que un sinfín de preguntas y hambre de saber.
Dada la naturaleza tan particular de la historia y de la experiencia de la narradora en ella, durante gran parte de la historia nos inunda una sensación de otredad y soledad. La narradora, a diferencia de sus compañeras, no tenía ningún punto de referencia ni la sensación de haber perdido algo como ellas, por lo tanto, lo que ella entiende como humanidad, ser humano e incluso amor es el resultado de lo que va aprendiendo de las mujeres con las que construye una comunidad. Y es justo este punto, de entre la infinidad de lecturas que nos ofrece esta novela, el que me conmovió profundamente.
Al verse en una situación tan compleja y fuera de lo común, en la que los designios del tiempo y todo lo que creían conocer deja de existir, las mujeres se ven orilladas a construir una nueva forma de vida juntas. Desde la organización del espacio, los alimentos, las tareas y hasta los rituales, todas las mujeres van aportando lo que pueden con base a lo que saben para sobrevivir. La narradora, por su parte, solo se dedica a aprender de ellas y a hacer preguntas que la ayudan a hacerse de una identidad. Con ello, estas 39 mujeres se vuelven parte de su historia, pero también de la nuestra, por una muy sencilla razón y es que se tienen las unas a las otras.
Aun al final de la novela es difícil llegar a una conclusión de lo que nos hace humanos o no. Las situaciones por las que tienen que pasar esas 40 mujeres no son cosa fácil y constantemente nos mantienen cuestionándonos que hacemos ahí, frente a ellas. Negar que todo lo que viven es bastante doloroso sería una falta tremenda al trabajo de Harpman. No obstante, si bien quedan un montón de incertidumbres y preguntas que parecen no tener respuesta, la narradora sí llega a una certeza: se ha convertido en una buena compañera, pero sobre todo, ha amado.
Yo que nunca supe de los hombres es una historia que inicia y termina doliendo, tanto física como emocionalmente. Sin embargo, entre todas estas cosas, lo que más se rescata es el cuidado, la colectividad y la forma en la que amamos, incluso cuando la vida parece decirnos de todas las formas posibles que no hay más que hacer. Por ello, saber que, en un panorama tan complicado, alguien como Jacqueline Harpman ya compartía nuestras inquietudes 30 años atrás, se siente reconfortante.
Yo, personalmente, sigo sin tener muy claro que es lo que me hace humana pero sí pienso que, así como a la protagonista sin nombre de esta historia, lo que día a día me hace más humana, más allá de las circunstancias, son todas las cosas que aprendo individual o colectivamente de las mujeres con las que comparto mi inexplicable travesía. No es coincidencia que el libro comience con una dedicatoria en amistad para Denise Geilfus, directora y escritora de cine pero sobre todo, amiga de Harpman. Porque en un mundo como el de esta novela, en el que parece que nos lo han arrebatado todo, siempre están las amigas.